Un viejo refrán popular dice: "El matrimonio es como
una fortaleza sitiada. Los que están fuera quieren
entrar y los que están dentro, quieren salir". Si
nos permitimos filosofar un poco en el tema percibimos
claramente que es el vínculo más paradójico que establece
el ser humano: puede ofrecer los mayores extremos
de felicidad individual, pasando por todas las tonalidades
intermedias entre el placer y el disgusto, hasta llegar
en otros casos a la esclavitud o la opresión. Esa
unión de individuos la llamamos "pareja", vocablo
que indica "semejantes". Según las apariencias, se
pueden amar apasionadamente, desear con la piel y
el alma, necesitar para vivir, o se pueden odiar,
temer y lastimar desde lo más sombrío de su ser, con
tal intensidad que ni siquiera ellos mismos pueden
sospechar.
Se envidia la noble y hermosa frase que dice: "Felices de aquellos cuyos maridos/mujeres los aman, les tienen fé, asisten todos los roles, pudiendo ser madre/padre, hermana/hermano, esposa/esposo, amiga/amigo y a la vez, comparten los problemas preocupándose y manteniendo el calor familiar, aún en épocas de adversidades con amor, paz y alegría". Porque el concepto de hogar tradicional centrado en el marido feliz y la esposa amante, son generalmente vanas esperanzas.
Si buceamos en la historia, desde siempre el hombre ha buscado su alma gemela. A través de los siglos, los poemas y las canciones han guardado ese fuerte deseo de encuentro de una hermosa, romántica y perdurable unión. En el comienzo de los tiempos, el hombre era solo un ser, una unidad de cuerpo y alma. Según relata el génesis, Dios pensó que no era bueno que estuviese solo: tomó su costilla, creo a Eva y el alma humana fue escindida en dos mitades. Desde allí, nuestra personalidad divina, dispone de dos almas que generan dos cuerpos (hombre/mujer) y viven experiencias separadas.
Todas las almas originales son mezcla de varón y mujer. Cuando se encaminan al mundo terrenal, la función inteligente masculina toma cuerpo de hombre y la función inteligente femenina toma cuerpo de mujer. Al final de cada vida física, estas almas se funden y se intercambian los aprendizajes humanos conseguidos, enriqueciéndose así el ser divino.
En el curso de la evolución terrenal esas almas pueden encontrarse, pero solo excepcionalmente y luego de haber vivenciado los suficientes aprendizajes como para merecerse mutuamente. El objetivo del Yo Divino no es precisamente que se encuentren en todas las encarnaciones, la pasen bien, disfruten y no aprendan nada, sino obtener mayor crecimiento espiritual y sabiduría en el menor tiempo posible.
Se espera, según el Apocalipsis, que al final de los tiempos vuelvan a fundirse en un solo ser, habiendo así cerrado el circuito final de la energía inteligente, viviendo en suprema armonía.
Ninguna relación humana importante es producto de la casualidad. Es un resultado del proceso kármico, razón por la cual nos podemos cruzar con nuestras almas gemelas, una y otra vez, con padres, hijos, hermanos, amantes y hasta como enemigos, sin darnos cuenta.
Esta maravillosa búsqueda insaciable del alma gemela es la que nos brinda la oportunidad de entender que el amor no es tan solo una emoción, una pasión, una satisfacción personal o sexual. El matrimonio es también motivo de encuentro de dos personas que, uniendo sus fuerzas, se empeñan en adelantar su comprensión espiritual, ayudándose mutuamente a transitar sus respectivos procesos kármicos.
Por eso será, con la fiel alma gemela, con la que compartamos finalmente una completa realización. Conjuntamente con ello, se habrá concretado el sueño más ansiado que hubiéramos podido conocer jamás aquí en la tierra.
Según se dice, no existe mayor dicha en el mundo que esa unión, la que debe ser ganada por la evolución espiritual a través de muchas vidas, en las que el matrimonio puede ser cualquier cosa imaginable, pero no la verdadera felicidad.
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