A menudo nos sucede, que a pesar del amor, no podemos coincidir ni por asomo con nuestra pareja. Parecería que las oleadas emocionales por las que transitamos cada uno, son tan variables que encontrar ese punto justo en el que dialogar e intercambiar como dos seres civilizados se convierte casi en un milagro. Utilizamos todo el conocimiento que tenemos el uno del otro para hacernos daño; olvidando que ese mismo contenido nos posibilita el sincero entendimiento del vínculo, y más aún, que muchas de esas cosas que hoy no comprendemos, fueron en esencia, las mismas que ayer nos enamoraron. Sabemos a la perfección como maltratarnos, como humillarnos y ofendernos; haciendo o diciendo exactamente eso que desencadena la batalla; y aún sabiéndolo, lo reiteramos a diario. No sería acaso mas simple y productivo, utilizar ese discernimiento para hacernos más felices?. La discusión evidentemente nunca es placentera, pero cuán gratificante resutaria si pudiéramos vernos reflejados en el espejo del otro; si el ego dejara de demandar por un ratito; para poder hablarnos desde el alma. Algún día, quizás aprendamos a poner las palabras que no sólo sintamos justas por el estado anímico, sino que además sean las que verdaderamente reflejen los aconteceres de la rutina. No se trata de ser un obsesivo de la lengua, pero realmente, cada "siempre" o "nunca" se presentan como una daga en el corazón del otro, que también afectado y vulnerable por la situación, se siente agraviado, porque no es cierto que siempre sucede exactamente lo mismo; hay otro montón de situaciones esencialmente similares en que no ha sucedido tal cuestión reclamada. Las benditas generalizaciones nuestras de cada día; los "nunca me escuchas"; "sos un/a egoísta"; son apenas un ángulo muy pequeñito en el circuito de las tantas que esgrimimos periódicamente. Estamos inseguros o nos sentimos heridos por alguna causa y automáticamente se lo proyectamos a nuestra pareja. La fuerza y la pasión que nos caracteriza, la exteriorizamos para luchar intensamente con el otro, en una guerra casi despiadada, que no reconoce límites a la hora de las mezquindades (el humor lo manipulamos para rebajarnos), (la intrepidez para despreciarnos); y que tiene por objetivo derrotar al contrincante, revolcarlo en el fango de las culpas; obteniendo el poder absoluto de controlar la situación y el corazón del otro, pudiendo entonces sentir la tranquilidad del ego reinante. Si uniéramos nuestras fuerzas comprendiendo las diferencias, lograríamos completarnos como una buena pareja que deseamos ser; y si uniéramos nuestras pasiones intensificando nuestras fantasías, obtendríamos la alquimia perfecta para juntos brillar como un diamante. Recordemos lo bien que se llevan nuestras manos trabajando conjuntamente para un mismo fin; no hay necesidad alguna de subestimar al otro, cada quien con sus virtudes y defectos tan íntegros y perfectibles como el resto de los mortales. No hay un diseño exacto, ni único sobre la manera de cómo discutir. Los estilos pueden variar casi en proporción directa a las individualidades; las hay en todas las intensidades y por las más inusitadas razones. Aún teniendo en cuenta todo esto, debieran de existir ciertos principios obvios, tales como: escuchar; ser justos y no dialogar mezclando situaciones, sino especificando e intentando resolver aquella que atañe en esa charla. Durante estas rencillas cotidianas podemos vivenciarnos como amigos o como enemigos. Si pudiéramos embriagarnos con un planteo contemplativo, cálido; es muy probable que acercáramos nuestros corazones descubriendo los temores y retornáramos más fácilmente a la calma. Si en cambio, aquello que nos solicitamos lo recibimos como una piedra en el pecho, solo obtendremos el uno del otro, una coraza con la que, no solamente nos defenderemos, sino que también nos atacaremos. La energía y el tiempo con que contamos se desgastan por las interminables luchas que sufrimos contra la imperfección de todo.
El ceder posiciones se presenta casi como un gesto heroico, al que acudimos en última instancia, cuando es más que evidente nuestra inseguridad. La aprensión que nos invade cuando sentimos que perdemos nuestra posición, que equivale a nuestra libertad (de elección) es casi similar a la que nos produce la idea de la muerte. Nos obstinamos en defender nuestro punto de vista; golpeándonos a veces contra el terreno de lo indefendible, con tal de no exhibir la semejante humillación que supondría el reconocernos vencidos, el mostrarnos tiernos o simplemente equivocados.
En esta modernidad que tan bien nos impulsa a relacionarnos de una manera superficial; el intentar esforzarnos en comprometernos para amarnos toda la vida, parecería ser más hazaña que poder escalar el Aconcagua.
Un desafío inmenso en el que todos estamos convocados a participar.
Vale la pena, y si lo intentamos?…
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